
«Y a la mañana, después de haber visitado la iglesia y aquella cruz que los judíos apedrearon antaño, emprendimos, montaña abajo, junto al río Ángeles, que corre entre piedras limpísimo, el camino de Pinofranqueado, de las Hurdes.
Estábamos ya en las Hurdes, lejos del mundo bullanguero, siguiendo lo que dice el agua que canta al pie de las montañas peladas, vestidas no mas que de brezo, helecho y matorrales bajos; montañas de perfiles suaves, redondeadas, que bajan, al parecer, mansamente a bañar sus pies en el agua; pero montañas recias y ásperas, madrigueras de bestias más que cunas de hombres. Pero ¡qué sensación de recogimiento!
¡Y el bañarse allí, en la claridad del agua que canta entre canchales y secarse al sol, desnudo como el cuerpo que se le entrega!
Difícilmente se encontrará otra comarca más a propósito para estudiar geografía viva, dinámica, la acción erosiva de las aguas, la formación de los arribes, hoces y encañadas. Y una maravilla de espectáculo a la vista, ya desde los altos se dominan las hondonadas y el vasto oleaje petrificado de las líneas de las cumbres, ya desde los barrancos se cree uno encerrado lejos del mundo de los vivos que leen y escriben.
(Miguel de Unamuno viajó a Las Hurdes entre el 2 y el 5 de agosto de 1913. Le acompañaron M. Jacques Chevalier, profesor del Liceo de Lyón, y M. Maurice Legendre, profundo conocedor Las Hurdes. Tuvieron como guía al tío Ignacio, de La Alberca. Unamuno publicó el relato de aquel viaje en Los Lunes de El Imparcial entre agosto y septiembre de aquel año).