Unamuno (12)

«Dimos vista a los cipreses de Las Mestas. Pueblecillo encantador a la distancia, que ni pintado para un pintor. Aquel río limpísimo, aquel puentecillo, aquellos remansos a la sombra, entre piedras redondeadas de apariencia mórbida, aquellas cuestas por fondo y la corona del cielo. Y dentro ya del pueblecillo, aquella callejuela cubierta de la fronda de las vides. Y todo ello engastado entre frescas y verdes arboledas.
Desde Las Mestas, al famosísimo y ya legendario valle de las Batuecas, donde estuvo el convento carmelitano un tiempo. El camino de Las Mestas a Batuecas es de lo más frondoso que se puede encontrar. Después de la desolada aridez de las cuestas hurdanas, pobremente vestidas de brezo, helecho y jara, viene aquel camino sombreado por prietas frondas.

«Las Batuecas, como obra en gran parte de los frailes que poblaron su soledad, como obra de solitarios contemplativos, ofrece una riquísima variedad de especies arbóreas. Diríase un jardín botánico abandonado. (…) Alcornoques, encinas, robles, tejos, avellanos, cipreses, madroños, olivos… y luego frutales de varias clases. Y allá, por los riscos, la ruina de una ermita junto a un ciprés.»

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Miguel de Unamuno viajó a Las Hurdes entre el 2 y el 5 de agosto de 1913. Le acompañaron M. Jacques Chevalier, profesor del Liceo de Lyón, y M. Maurice Legendre, profundo conocedor Las Hurdes. Tuvieron como guía al tío Ignacio, de La Alberca. Unamuno publicó  el relato de aquel viaje en Los Lunes de El Imparcial entre agosto y septiembre de aquel año.



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