
Tino apenas fue a la escuela. “Tuve un profesor que pegaba mucho. Y daba miedo. La primera vez que salí al encerado a hacer una cuenta me pegó tantas hostias que me puso las orejas y los ojos negros. Le cogí miedo. No aprendí mucho».
Se hizo pastor. Pasaba el día entero en el monte, feliz con las cabras, «aunque a veces me hacen rabiar».
Le gustaba el oficio. También escribir. «Cosas que yo oía, versos que escuchaba. Si tú lo escribes, yo lo leo; si yo lo escribo, tú lo lees». Rayaba con pizarra sobre los canchales.
En uno de ellos anotó:
¿De qué le sirbe al pastor
tener la mujer bonita,
si de día no la ve
y de noche se la quitan?
Alguien apostilló debajo: “¡Burro! ¡Sirve no se escribe con B, se escribe con V!”. Aquel insulto le entristeció: “Me dio mucha vergüenza y mucha pena. Desde entonces no he vuelto a escribir en las peñas”. Pero no se rindió: “Ese día me dije: voy a intentar que a mi hija nadie le diga burra. Y estoy contento: ha terminado dos carreras y está haciendo la tercera”.
En otro canchal rayó:
No creas que es por envidia.
si vengo a decirte que te quiero.
Pues otros ya te lo han dicho,
yo no quiero ser menos.

Tino fue un hombre muy grande. Al hablar extendía los brazos, tal vez para abrazar a cuantos le escuchaban y querían. Expresaba sus emociones con la firmeza de su voz y la fuerza que delataban unas manos imponentes.
Poco tiempo después de participar en el documental que se negó a ver, Tino murió. Ya era inolvidable.